Abrió la puerta y lo vio, y lo miró tanto que podía olerlo con los ojos, podía intuir el latido de las arterias de él en la yema de su dedo anular y oyó su mirada fría e inmensa empapar su lóbulo frontal como una ola despiadada. Los cuervos del pasado reposaron en sus párpados y sus hombros y permanecieron así, ella y los pájaros negros, mirando la penumbra en los ojos del hombre que habían estado esperando. Se hizo atrás lentamente. Los cuervos volaron. El recuerdo del suspiro sobre su boca y el abandono en su cuello la había perseguido en sueños y en vela, y había extrañado el perfume de sus abrazos des del momento en que se había visto desprendida de ellos. Y ahí estaba, recién levantada de un dormir intranquilo e inconstante, con el pelo revuelto de una forma distinta a la que solía verle él las mañanas de los viernes, cubierta solamente por una camiseta que había sido suya, secuestrada, adoptada, robada – como él le había robado tantas cosas preciosas. Y desde la sombra del marco de la puerta y con la mirada plantada en algún punto inhóspito del suelo del pasillo musitó:
"Ámame un poco y sal de aquí.”
Los cuervos rehacían el nido en casa mientras dos cuerpos se incendiaban y
se deshacían juntos no por primera ni última vez.